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mínimas: apuntes acerca del nomadismo inmóvil


Aun recuerdo las caminatas interminables por la ciudad. Tenía un futuro enorme para desperdiciar sin hacer nada, pero ese futuro luego se transformó en un errar sin destino preciso dentro de algunos  versos de Billy Blake. Las revelaciones budistas entre los automóviles en medio de las avenidas me asaltaban como un satori y mi interior se llenaba de gozo al descubrir que ‘Todo, absolutamente todo, carecía de importancia’. Desde nuestro afán máximo por vencer el tedio o la derrota ante una batalla aun no emprendida. Todo esfuerzo se transformaba en un derroche de energía, cualquier movimiento era inútil. Privilegiaba sobre toda esa nimiedad el descubrimiento cotidiano de la poesía que no necesitaba expresarse para que nos fulmine, para que el fuego oculto en nuestro interior empiece su explosión atómica, nuclear, un gozo parecido al estallido de una estrella en el universo generando nuevos universos ad infinitum. La poesía vívida sobre la nada que se cernía sobre todas las cosas. Si todo desaparecería dentro de un momento a otro, aun tenía ese instante privilegiado de la revelación poética. Un animal que ha encontrado la llaga de un dios inexistente. Esa era la única ars poética que necesitaba para sostener mediante la palabra al poema. El lenguaje era lo que se desintegraba lentamente al colocarlo en el papel. Las palabras eran una arquitectura móvil, un juego de infinitas combinaciones sostenida por la intensidad, las palabras se transformaban en la ausencia constante.

El desarraigo del hombre que camina me convenció que siempre sería aquel nómada que se niega a moverse. Una especie de Bartleby del viaje, que solo imagina aquellas ciudades que nunca pisará. Un visitante de las ciudades inventadas por Italo Calvino en uno de sus libros. Ciudades que imagino desde la soledad de una habitación cerrada. Ciudades que se levantan fantásticas con sus basílicas a las diez de la mañana. Ciudades que ahora transito inmaterialmente y donde el futuro ha dejado de existir, ese futuro tal como lo percibía hace casi quince años, cuando «todo me faltaba y nada me sobraba», y las calles eran la única realidad. Un extravío apasionante dentro y fuera de mí.

¿ Cómo he llegado a escribir esto? ¿ Cómo me he abandonado a hablar sobre aquellas caminatas solitarias en la ciudad que siempre era una ciudad desconocida, donde siempre deseaba que apareciese un amor que me destruyese o una aventura similar a las narradas por uno de mis escritores favoritos de esos años L. F. Céline, donde lo exabrupto era lo cotidiano?  Pero nada de eso existió, solo aquellas revelaciones cercanas a los aforismos de Cioran, con una dosis exageradas de la poesía más transparente: la poesía incomunicable de la vida.

Releo todo lo escrito y trato de encontrar una respuesta acerca de cómo llegué a escribir esto, si tan solo deseaba publicar unas breves notas realizadas para un artículo que nunca llegué a publicar en una columna llamada Zona Liberada, en un diario de la ciudad donde habitaba y donde hablaba acerca del Lujo más costoso, la estupidez humana. Y en vez de ser una introducción para aquellas notas dispersas, se transformó en un apunte enorme del nómada inmóvil que privilegia en cada momento la sensación del viaje y que ha descubierto nuevamente en mi memoria emocional los versos que un joven que está lejos de ser yo mismo, leyó en uno de aquellos vagabundeos interminables que siempre terminaban en una plaza vacía o un bar de dudosa reputación:

Pero los verdaderos viajeros son los únicos que parten
Por partir; corazones ligeros, semejantes a los globos,
De su fatalidad jamás ellos se apartan,
Y, sin saber por qué, dicen siempre: ¡Vamos!

El Viaje. Charles Baudelaire

Y siempre con aquella conciencia sintetizada por otro viajero, Matsúo Basho, que escribió en japonés hace más de cuatro siglos un haikú que se traduce:

Este camino
ya nadie lo recorre
salvo el crepúsculo.

Ya anocheció y en mi habitación no existe ninguna ventana hacia el exterior para mirar como las luces de los postes se encienden  en un horizonte que se pierde en la oscuridad de los arenales, junto a un cerro en la costa, imperceptibles.

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Y cuando escribo ventanas hacia el exterior, recuerdo una imagen de Kafka. O de Pessoa. Etcétera.


			

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